Tuesday, May 6, 2008

El perfecto idiota norteamericano por Jaime Bayly...

Esta es la semana, el mes de la presentación de artículos.
El de hoy, forma parte de mis lecturas semanales de la columna de Jaime Bayly en Correo. Bayly, además de sus programas de entrevistas en la televisión, en Miami, Lima (El Francotirador) y Buenos Aires, escribe semanalmente en una columna llamada Papeles Perdidos en el Diario Correo de Lima.
Este artículo me pareció interesante, por el momento y por lo que cuenta, Bayly, en un estilo tan propio y siempre tan acertado.

Oscar


El perfecto idiota norteamericano por Jaime Bayly

Diario Correo, Mayo 2008

Hace ocho años voté por primera vez como ciudadano norteamericano en un colegio de Key Biscayne. Lo hice por George W. Bush. Me parecía que Gore era soso, aburrido y altanero y que había cierta justicia en que Bush vengara la derrota que su padre había sufrido ante Clinton y Gore. Recuerdo que cuando estaba esperando mi turno para votar unas señoras ricachonas decían que había que votar por Bush porque Gore era un comunista encubierto.

No tardé en arrepentirme. Ya entonces empezaba a sospechar que yo era capaz de gruesas idioteces y que esas idioteces eran tan repetidas y sistemáticas que parecían configurar un claro patrón de conducta. Aquel voto por Bush el año 2000 (uno de esos votos tan disputados en la Florida que acabaron por darle el triunfo, tras el escándalo de los recuentos chapuceros y las protestas de Gore) fue la prueba definitiva e irrefutable de que yo era un idiota peligroso y sin cura. En efecto, fui uno de esos habitantes de la Florida que, demostrando que el sol hace daño, le dimos el triunfo a Bush. Sé que merezco un castigo. Ya Dios se ocupará de ello. Después de todo, es su oficio.

Años después conocí a Gore en unas conferencias pintorescas (y muy bien pagadas) a las que nos invitaron en Guayaquil y le dije que había votado por él y que debía volver a ser candidato para impedir la reelección de Bush. Gore me agradeció secamente, obsequiándome no una sonrisa sino el aborto de una sonrisa, pero creo que, no siendo tonto, advirtió mi condición de embustero. Su esposa Tipper, una mujer encantadora, me trató con más simpatía. Nos hicimos fotos, conversamos durante la cena de asuntos naturalmente frívolos, nos reímos y en algún momento me contó que no conocían el Perú. Le dije que era dueño de un hotel en Machu Picchu y que estaban invitados cuando quisieran, lo cual por supuesto era mentira, porque el hotel no era mío sino de la familia de mi esposa y yo no lo había visitado nunca porque la familia de mi esposa me detestaba (su familia, no ella) y no sólo no dejaría entrar a un invitado mío sino que tampoco me dejaría entrar a mí, como en efecto nunca me invitó ni me dejó entrar. Tipper, sin embargo, me creyó y apuntó mis teléfonos en Miami y por supuesto nunca me llamó y a la mañana siguiente se fue muy temprano a las Galápagos con Al y las chicas.

En las elecciones del 2004 no dudé en votar por Kerry. Lo hice a pesar de que en una ocasión agentes del servicio secreto me impidieron trotar por una calle adyacente a su imponente mansión de cuatro millones de dólares en Georgetown (que no hace mucho vendió en cinco), interrumpiendo bruscamente mis ejercicios aeróbicos y conminándome a mostrarles unos documentos de identidad que no llevaba conmigo y burlándose cuando les dije que era peruano y profesor de literatura por un semestre en la universidad de los jesuitas en aquel muy estimable barrio de Georgetown. Lo hice porque pensaba que Bush era probadamente incompetente (algo que debí saber cuando voté por él), porque no me parecía razonable invadir un país para derrocar a un dictador e implantar a sangre y fuego la democracia (un modo de exportar la democracia que ponía en entredicho su proclamada superioridad moral) y porque me parecía injusto pagar mis impuestos para que los iraquíes se comportasen como suizos, cuando ellos no parecían interesados en comportarse como suizos sino en que las tropas norteamericanas se largasen cuanto antes para seguir entrematándose los sunnis, kurdos y chiitas sin que vengan unos forasteros a matarlos a ellos. Pero también voté por Kerry porque su esposa Teresa, la reina del ketchup, me parecía brillante y porque si él se había casado con una viuda con un patrimonio de dos mil millones de dólares, su inteligencia estaba fuera de discusión.

Este año no sé por quién votar y tampoco sé si, siendo políticamente el perfecto idiota que soy, debería votar. Los tres candidatos en carrera me gustan. Barry Obama (Barry le dicen sus amigos) me gusta porque es joven y habla claro y se opuso a la guerra y ha demostrado ser un candidato formidable que hizo crujir la maquinaria de los Clinton, que se creía imbatible. Y me gusta porque es negro, hijo de un africano, con una abuela en Kenya que no habla inglés y cría gallinas. Hillary Clinton me gusta porque cuando el mundo supo que Bill le manchaba el vestido de Gap a Monica y la descarada no lo lavaba y además se lo contaba a una amiga que no era tal, Hillary actuó como una mujer de Estado y no como una mujer despechada y sólo por eso merece ser presidenta, porque se ha tragado millones de sapos para serlo y ahora viene un tremendo sapo llamado Barry Obama que quiere estropearle el sueño y ella, claro, no se lo va a tragar. John McCain me gusta porque lo torturaron en Vietnam y no se volvió loco o no del todo y no dejó atrás a sus compañeros de combate y es duro y leal y cree que la guerra debe seguir toda la vida y después también y tiene el coraje de decirlo a sabiendas de que es inmensamente impopular y uno siente que, a diferencia de Bush, si él pudiera ir a la guerra iría encantado y pelearía en primera fila, y me gusta también porque su esposa Cindy tiene cien millones de dólares que heredó de la industria cervecera de su padre, lo que revela que, como Kerry, McCain tiene buen criterio para elegir a sus colaboradoras.

El problema es que ninguno me gusta del todo. Obama no me gusta porque durante veinte años fue a una iglesia en el sur de Chicago donde el pastor Jeremiah Wright decía cosas racistas y venenosas contra los blancos y los judíos, decía por ejemplo que los Estados Unidos crearon el sida para matar a los negros y que se merecían los atentados terroristas del 11 de setiembre y que Dios debía maldecir a ese país, y porque Obama eligió a ese charlatán, que vive por supuesto en una mansión y maneja dos Mercedes, para que lo casara con Michelle, bendijera su casa (la casa que le compró un rufián de Chicago) y bautizara a sus dos hijas, y además tomó el título de un sermón de Wright, “The audacity of hope”, para su segundo libro. Hillary no me gusta porque ya estuvo ocho años cogobernando y ahora quiere ocho años más en la Casa Blanca, después de doce años de Bush padre e hijo sumados, ¿no será mucho? Y tampoco me gusta porque dice que quiere contestar el teléfono rojo a las tres de la mañana, cuando ningún presidente debería contestar nunca el teléfono a esa hora porque, sin dormir bien, seguro que tomará la decisión equivocada, que si Bush y Blair hubiesen dormido la siesta, a lo mejor no invadían Iraq. Y McCain no me gusta porque tiene setenta y un años y a esa edad nadie debería postular a un cargo público ni a ninguna forma de trabajo honrado y porque quiere que las tropas norteamericanas se queden en Iraq un siglo más si fuera necesario, lo que a estas alturas no se entiende y parece un trauma de sus años cautivos.

Entre tantas dudas, lo que es seguro es que le haría un favor a mi país adoptivo si lo exonero de mi voto y que si algún día improbable me encuentro con alguno de los tres candidatos le diré que voté por él y enseguida lo invitaré a mi hotel en Machu Picchu.

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